La ciudad y los fantasmas

Escrito por:  Jeyfer Acosta

   De niño me daba miedo quedar solo en la vieja casa de mi abuela, porque aún le temía al horrible silencio que la inundaba a eso de medio día cuando en los pueblos, como llovizna, cae una somnolencia a la cual es difícil hacerle resistencia. Siempre me desagradaba quedarme a cuidar la casa, siempre se escuchaban ruidos que no podía explicar, era lo que más me molestaba, voces, cosas que caían, pasos, abanicos que intentaban arrancar, o la máquina de coser que tenía en el pasillo que llevaba a las habitaciones. Cuánto daría por estar allí de nuevo así sea media hora. Luego, cuando nos vinimos a Barranquilla, todo era un ruido perpetuo, el carro, la moto, la música, los vecinos tirándose madrazos, los perros, los gatos y las ratas. Inexplicablemente aquí fui creciendo, y olvidando mis miedos, aunque confieso que ahora el silencio me resulta confortable.




Los fantasmas que poblaron mi niñez murieron con la ciudad. Ya no quedaba espacio para las “malashoras de la madrugada”, término que usaban para designar a cualquier espanto o aparición que fuera difícil de describir o comprar con algo conocido. Atrás quedaba la llorona, el niñito del otro mundo, la viuda de blanco que solo se le aparecía a los borrachos, los perros negros gigantes que divagaban por las noches, los penitentes (cadáveres recién asesinados), los ahogados que salían a flote en cualquier pozo o jagüey o los hombres que fuman tabaco y reían estrepitosamente en lo alto de árboles de campano. Todo un mundo surgido de la oralidad de los campesinos que en noches en que no había luz en el pueblo nos lo contaban, sobre todo mi ahora desmemoriado abuelo.

La ciudad devoró los mitos y leyendas al tiempo que me escupió otros mitos y unas cuantas utopías, a veces tan difícil de creer como los cuentos de un niño perdido en el monte que busca quien lo lleve con su mamá, la llorona. La urbe me volvió un joven que le molestaba el ruido y la multitud, que se la soportaba pero que eso tenía fecha de vencimiento; paradójico: en el pueblo le huía a la soledad y acá me apartaba del tumulto. Los nuevos mitos y leyendas de la urbe giraban entorno a los relatos de: trabaja mucho, tendrás éxito, se ultra responsable, ahorra, sé bueno y obediente, ten cuidado de los locos, de los vagos, los que tienen apariencia de ladrones. También estaban esas leyendas de no ayudes a nadie en la calle, de seguro es un ladrón o está ahí porque hizo cosas malas o nunca te metas en problemas ajenos, hay alguien que los resolverá por ti. Mejor vive, goza que eres joven y solo se vive una vez; pero descubres, con el tiempo y sobretodo los errores, que vives y mueres muchas veces.

Y también, por suerte, aparecieron la utopías como un último cigarro en una noche de desvelo voluntario. Entonces reinó la malegria, saber que todo estaba jodido pero que aún quedaban oportunidades para arreglar las cosas, saber que estaban pasando cosas terribles pero que éramos conscientes de que ahora podíamos hacer algo. Malegria, malegria, malegria, todo una noche despierto estudiando para una buena nota por la mañana, trabajar más de las horas necesarias para poder tomarte un café con tu compañera mientras miras a sus ojos y calmas tu molestia con el mundo. Las utopías se parecían a esos cuentos, historias que me contó mi abuelo mientras encendía su último Pielroja, servían para mantenernos despiertos hasta que llegara la luz de nuevo.

Y con el tiempo volvieron los fantasmas de mi infancia, ahora sí que los podía ver. Fueron las alucinaciones de los abusos, abusos de todo cuanto deje entrar a mi existencia. Pero un noche mientras viajaba en un bus, llovía y los vi tan claros que entendí que un fantasma es algo que ha estado ante nuestros ojos y no lo hemos querido ver porque no lo entendemos.

La lluvia de mayo rebeló los fantasmas de mi infancia. En medio de un arroyo bajaba el cuerpo sucio de un hombre de larga barba abrazado a un costal lleno de papel, plástico, aluminio y su fiel y pequeña mascota. Aún vivían, y no me refiero ahora que estaban siendo llevados por el arroyo porque después del arroyo seguirían viviendo, aún seguirían siendo un fantasma para otros. Esa noche comprendí que cada que llueve hay alguien agradeciendo un poco de agua gratis, habrá alguien bajo un cambuche o caleta o casa abandonada compartiendo un último Pielroja, habrá alguien entendiendo que los fantasmas están vivos. Comprendí que los fantasmas de mi infancia eran de carne y hueso y vivían o morían, porque un niño abandonado en el monte difícilmente sobrevive sin su madre, los ahogados siguen bajando por el río, los penitentes están presentes, las mujeres vestidas de blanco asechan en cada esquina un cliente. Y ahora me pregunto quiénes son los fantasmas, si ellos o nosotros


Comentarios

  1. Pensar que los cuentos de la abuela son la vida misma. muchos plagados de ficción pero a la vez de tanta realidad. Seriamos quizás mas humanos si hoy en este acelerado mundo nos detuviéramos a escuchar los cuentos de la abuela. no se si habría mas gente viviendo de utopías, supersticiones y demás pero seguro tendríamos menos gente que no se dar la oportunidad de por lo menos pensar, imaginar, escribir, ser auténticos. ser mas humanos. Buenas ideas en este cuento, hay carácter, vida, buenos pensamientos, inicio, nudo y descenlace.

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  2. Muchas gracias, estos son los comentarios que nos invitan a seguir. Un abrazo!

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