SECUELAS DEL MANICOMIO



Escrito por : Jeyfer Acosta Maldonado @pajaro__verde

Aquella tarde todas las pocas fuerzas que me acompañaban sucumbieron ante la desolación de su ausencia. La barata clínica psiquiátrica me esperaba una vez más y los pabellones fríos de la soledad y las drogas sabían de la fragilidad de aquellos que en algún tiempo nos consideramos curados de una enfermedad que es la esencia de la vida del ser humano, la locura. Que sólo hace falta un episodio, un acontecimiento grande o pequeño, para hacernos cruzar la frontera, la línea, para entrar en el estado de desequilibrio en contraposición del estado de equilibrio que es una farsa y una golosina tras la que todos corren para no dejar salir a pasear la locura que algunos disfrazan con el niño o la niña que llevamos dentro.



Sin embrago, caer otra vez en los brazos de la locura era un precio que hubiera pagado no una o dos veces, sino infinitas veces, por llevar la vida que había llevado aquellos meses después de haber salido de la clínica de “reposo” mental que a veces se asemejaba con un infierno mental. Salí una tarde de mayo y todo me parecía agradable. El ruido de la hora pico, los trancones, la basura de las calles, la gente gritando, los ladrones al acecho, los policías y su falsa actitud de protectores del orden, el sol, todo era filtrado sobre el cristal de mi percepción de una manera más agradable. Eso era lo que habían producido seis meses de encierro, laxantes, baños con agua fría, jeringas, pastillas para dormir, pastillas para no dormir, los locos suicidándose imposibilitados para regresar a las calles y con la angustia de llegar a viejos estancados en este infierno. A veces un cigarro del portero se presentaba como el gesto más amable que se podía encontrar, nada comparado con los días de visita.


Pero otra vez estaba en la calle y sin un lugar a dónde ir. Todos los que había conocido antes, habían pasado por estados parecidos y con resultados totalmente distintos a los míos. Cuando aparecieron los primeros síntomas entre todos como la imposibilitad de dormir por más de dos horas seguidas, la agresividad desmedida, la incapacidad para sostener una conversación, me preguntaba ¿será que así vamos a terminar todos, viendo psicólogos y psiquiatras? Y en efecto así terminamos un gran grupo de nosotros. Algunos tomaron la decisión de someterse a la vergüenza pública y la dependencia de unas horas de lucidez gracias a unas pastillas o una inyección de tranquilizantes otros prefirieron la navaja, la soga o aventarse del puente vehicular. Yo, tristemente era parte del primer grupo, aún me gustaban demasiado las drogas, el alcohol, la fiestas, los libros, la música, la poca amistad, una buena tarde de lluvia como para sacrificar todo eso por la vergüenza de estar loco y de pender de otros por unos cuantos días, aunque en realidad no sabía que iban a ser tantos, a veces seis meses como ahora que estoy saliendo y sin un lugar a dónde ir porque los conocidos ya no están o ahora son demasiado cuerdos para hacer regresiones viéndome parado frente a sus casa.




Decidí regresar a casa de mi hermana. Ella siempre esperando al último familiar vivo que le quedaba o supuestamente vivo. Al llegar un abrazo, un beso y una advertencia. Que estaría solo esta vez y que ella no me ayudaría cuando estuviera cayendo otra vez en los laberintos de la locura. Y yo, diciéndole que descuidara, que esta vez las cosas iban a ser diferente. Pero que va. Todo sería de la misma manera porque esto no tenía reversa sino continuidad acelerada. Y mis primeros días de lucidez hacían incansables esfuerzos por adaptarse a la nueva cotidianidad y a pesar de lo diferente que era la casa de mi hermana de la clínica siempre me costaba trabajo. Por las noches creía estar en un pabellón y esperaba escuchar los gritos de los enfermos que como yo no podían dormir, esperaba escuchar los pasos de los guardias y las charolas donde iban las drogas para tranquilizar al perturbado. Y la noche se me volvía una tortura esperando ruidos y gente que no llegaba a la habitación. Nadie debía sospechar que el manicomio venia conmigo y en las noches se desataba e invadía la habitación que me habían dado. Pero al entrar la mañana, todo parecía aclararse y las secuelas del manicomio, que eran como las secuelas de una guerra, hacían su retirada.


Hubo una noche en que no pude seguir tirado en la cama y me levante, me arroje por la ventana y miré el cielo. Que tiempo hacía que no lo veía en estado de sobriedad total. Tomé una silla y me senté en medio del patio mirando hacia arriba. Pasó algo de tiempo hasta que miré al lado y allí estaban esos ojos como el fuego de un cigarro en la noche mirándome fijamente. Me levanté de la silla, camine hacia ella, tome uno de sus cigarros, baratos por cierto, me quede frente a ella. No te piensas presentar, me dijo esperando eso de mí. No, si ya me presente, mejor hazlo tú, le dije. Aquella parte de la noche me llevo a su casa con la promesa de presentarse y yo la seguí como quien sigue mariposas negras en medio del monte. Dormí en su cama, con un poco más de calma que cuando dormía en el manicomio y mucho más cómodo que en la cama que me había dado mi hermana. Ella a mi lado sin decir más que su nombre y que era bueno habernos encontrado en medio de las pesadillas que la noche deja caer en cada habitación.


Y así me fui acostumbrando a las noches a su lado, yo que siempre había sido solo, que había estado solo, estaba respirando el mismo aire que otra persona. A veces salíamos por cervezas y colocábamos música en su sala y bailábamos y bailábamos una danza esquizofrénica, una danza asimilable a la danza de la muerte porque todas las danzas preparan el camino a la muerte. La noche se hizo más amable para ambos. No me importo de qué noches venia ella y a ella tampoco le importó en donde había dormido todas las anteriores noches antes de cruzarnos por casualidad y causalidad cuando huíamos de nuestras noches. Las noches las pasábamos entre la incansable rutina del sexo, las cervezas, el baile y los sueños agradables, todo distribuido en noches específicas. La noche pobló nuestras cansadas vidas, porque de algo estaba seguro era que ella también venia de una vida tan cansada como la mía. Que días aquellos. Si existiera el cielo cuando muriera quisiera regresar a esos días pero ahora estoy pagando en este infierno psiquiátrico.


Ella siempre me alegro las noches aunque nunca supe si yo ablande sus duras noches, mi egoísmo nunca se disolvió por completo. En todo caso traté de acallar las voces que, alguna vez me dijo, surgían de su cabeza susurrando una canción antes de dormir. Pero la tragedia nos alcanza, no porque ella nos persiga sino porque nosotros la vamos atrayendo cada día, le vamos limpiando el camino para que haga su entrada en medio de la fiesta como un balazo en una noche de carnaval. La alegría que se cultivó y acrecentó con cada noche nos encegueció y jamás miramos los peligros que como larvas se fueron apoderando de toda la noche de alegría. Cada día tardábamos más en dormir ya fuera follando, bailando, embriagándonos o comiendo pastillas y drogas cada vez más duras. Eso es parte de la esencia humana siempre querer más, más y más. El frenesí, la velocidad, la autodestrucción inconsciente nos cautivó. Nuestros cuerpos no resistieron más y perdíamos la conciencia cada madrugada. Las noches se volvieron raras, ella empezó a decir cosas extrañas. Decía que alguien nos observaba, que estaban envidiosos de nuestra vida, que se vengarían por quebrantar el orden, que alguien nos espiaba. Decía que los hombres de traje blanco esperaban al final de la calle con armas, esposas y camisas de fuerza. Empecé a susurrarle fragmentos de canciones aun no aprendidas para que pudiera dormir. Y en mi empezó a nacer la idea de que le había desgraciado la vida, que yo la había expuesto a un frenesí del que sólo pude sobrevivir yo, que jamás debí contarle todo lo que pasó por mi cabeza en otras noches. Conclusión: los instintos autodestructivos no se comparten, se guardan con egoísmo ciego hasta el final de la línea de tiro.


Me van a matar, me van a matar y a ti te van a encerrar, me decía en medio de una borrachera. Y sé que me dijo otras cosas pero sucumbimos a aquella noche, una vez más. Era una mañana de noviembre, el mes de mi cumpleaños aunque lo olvidaría, llovía y sentí que alguien derribo la puerta delantera. Yo estaba tirado en el patio, tenía una botella al lado y un cuchillo de cocina en el otro. Había sangre y ella no estaba, saqué mis conclusiones y me arrastre hasta la ventana que daba a la sala. Seguía sonando un disco que se repetía y ella tenía una cortada bajo el cuello. Había un charco de sangre seca y hedionda a sarna, escuche a la policía mientras aún salía del estado de shock. Corrí a casa de mi hermana, me lave y huí del lugar. Nunca recordé que sucedió esa noche, no sé si la asesiné o ella se quitó la vida para que no me encerraran como alguna vez me dijo. Los días pasaron rápido como los carros en la autopista, y a mí me detuvieron cuando estaba lloviendo, mientras recordaba que ella quería ir a correr bajo la lluvia. Estaba irreconocible, harapiento, y con múltiples heridas que me había provocado cuando huía. Dijeron que estaba loco, nada raro, que en un ataque de euforia la había asesinado por no querer irse a dormir y que viendo el desastre de la sangre en la sala preferí dormir en el patio.


Pagaría mi condena en el mismo lugar en que meses atrás había salido. Regresaba y aún creía que no lo había hecho. A veces dudo de ser inocente y que en realidad si la asesiné. Que el infierno era yo, no los otros. Aunque intente recordar no lo logro, ni la regresión y todas esas tonterías de este lugar me ayudan. Las noches volvieron a tener el tinte de tortura que tenían antes de ella, ahora con el peso se saber o creer que la asesiné. A veces sueño y no sé si es un recuerdo, donde ella dice que los hombres que nos vigilaban lo planearon todo, que no sería yo el que la mataría sino ellos. Aun así me convenzo cada día de que fuera de estos muros acolchonados y del abrazo de la camisa de fuerza, nada hay en la ciudad para mí más que un tumba descuidada.

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