LA LARGA NOCHE DE LOS LADRIDOS


 Por Caín Páramo ||

Nací en el siglo XX, resultado de una larga cadena de violencia que ha amarrado a generaciones a la práctica de "golpeo y luego pregunto" y si se puede ofrezco disculpas. Viví parte de mi vida en un apartado pueblo del Magdalena y hasta ese lugar donde sólo llegaba la mala hora, hizo su macabra entrada la violencia de fin de siglo, tal vez la más salvaje y desquiciada de todos los tiempos. Mis ojos de niño ingenuo vieron desfilar ante mi filas interminables de soldados, sucios, llenos de barro, con cicatrices en los rostros y barbados. Y luego de su partida, y de la de muchos vendedores de vitaminas que inundaron el pueblo por aquella época, las noches se volvieron un eterno ladrido de perro aterrorizado por los carros y hombres, a caballos y a pie, que pintaban paredes al tiempo que hacían sonar botas  en los pisos de las casas del pueblo.

Las noches eran un eterno ladrido de perro y los amaneceres traían la desgracia en el rocío de las cayenas manchadas por la sangre de los campesinos y pescadores que se habían negado a morir lejos de la puerta de sus casas, de sus ranchos. La malafortuna de estos anónimos masacrados fue jamás tener miedo a regalar un saludo de buenos días a los extraños que empezaban a polular en las lejanas tierras fértiles donde tenían sus parcelas. Masacrados por ser los hombres más educados de tierraperdida, por no saber que este país estaba en guerra, por no saber que aquellos hombres de fusil que saludaron una mañana eran solo la primera mitad de la historia reciente de Colombia. La otra mitad, vendría a “pacificar” una tierra en la que la gente moría de vieja y dormía con las puertas abiertas de par en par porque en estos pueblos nunca hubo ladrones.


Perro ladrando a la luna, Rufino Tamayo

Así transcurría mi infancia, viendo como se desvanecía un mundo que apenas empezaba a extrañar, sin conocerlo muy bien. Las largas filas de desplazados y sobretodo los niños y niñas edad, tan inocentes como yo, eran el pan de cada día mientras acababa el milenio. El temor más grandes del resto de planeta era que el mundo iba a acabarse, otra vez, con el cambio de siglo y puedo apostar lo poco que tengo que cualquier campesino de aquellos salvajes parajes hubiera querido que fuese verdad para ponerle punto final a su agonía y miedo constante. Pero no fue así, lo que siguió fue el establecimiento del terror como parte de la cotidianidad y lo peor fue que aquellos que en las noches de eternos ladridos se dieron un festín de sangre ahora caminaban por el pueblo con un “poncho” o toalla colgada de uno de sus hombros, la marcan del uniforme civil.

Los verdugos ahora tomaban la posición de amos y señores del pueblo, no se pelaba un marrano sin su autorización y las hijas de aquellos masacrados y desaparecidos ahora se convertían forzosamente en la amantes de turno de estos destructores de mundos. Con la aceptación impuesta de los señores de la muerte a todos se nos fueron instalando  comportamientos ajenos, algunos se volvieron más violentos hasta el punto de llevar ese “poncho” en un hombro. Otros, más rapaces, vieron los aliados políticos perfectos y a otros nunca más los volví a ver en la escuela porque decidieron quedarse en las fincas de los papás, monteadentro. A mi el exceso de muerte me robó algo, como a la mayoría de mi generación, creo que de allí vienen mis pesimismos, mi actitud de silencios prolongados y sobretodo esa solemnidad y prudencia de hombre imperturbable ante la tragedia.

Mis últimos recuerdos de ese pueblo anclado a la orilla del río Magdalena, era esa falsa calma de panal de abejas en lo alto de cualquier árbol cerca a una casa familiar. Y recuerdo el día que nos marchamos. Yo intentaba montar al perro viejo que tenía mi abuela al camión de la mudanza mientras entre lágrimas la familia se despedía de los vecinos y desde lejos veía a mis   amigos de infancia hacerse viejos a medida que avanzaba el camión que nos llevaba a Barranquilla. Avanzamos por un camino lleno de polvo con el temor de que lo detuvieran y uno a uno nos hicieran regresar a esa tierra desfigurada por los culatazos de la última hora de violencia que no la dejo levantar nunca más.

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