LA SOLEDAD DE LOS MOTOTAXIS

I


Entre la visión del esquelético muelle de Puerto Colombia y yo se interpone el cabello rizado de ella; el ruido de la moto que nos lleva se ha apagado, casi de manera intencional  para contemplar mejor el paisaje mientras vamos cuesta abajo por el tramo entre Salgar y Puerto. Nos lleva un mototaxi que al vernos salir de la playa, que ya casi se quedaba sola, nos hizo un viaje hasta Puerto, que siempre está abierto por un poco más de tiempo. Han pasado los años y ese viaje en que los tres íbamos en una sola moto cayendo hacia el pasado por el mismo camino, me asalta cada vez que regresamos a esa  playa.


II


Ella se ido de casa, tarde, llegará más tarde a su casa. Cuando llega me cuenta que la ha recogido un señor, un mototaxi de más de 50 años, que le cantó canciones cristianas mientras subía por la 14 hasta su casa. Le dijo que estaba ahorrando para grabar un CD con esas canciones que eran de él, pero que las cosas estaban duras; es decir no hay mucho pasajero y por eso se queda hasta tarde. Aquel cantante motorizado sería su guardián por muchos meses, hasta que una noche encontró vacía la farola en la que siempre estaba esperándola. 


III


La aerolínea nos ha robado el pasaje para regresar a  Bogotá. Salimos del aeropuerto esa tarde calurosa y hubiéramos preferido caminar hasta la salida. Caminamos, no tristes, sino con la ofensa de saberse robado con el cinismo y la impunidad que da el poder, y de la nada sale un mototaxi, viejo, advirtiéndonos que no caminemos porque más adelante siempre atracan sin importar que aun esté de día, que mejor agarremos un bus o taxi. Dos robos en un día ya son demasiados.


IV 


En la carrera 14 con calle 30 están los mototaxis. Agarramos uno cada uno y al bajar ella tiene los ojos empañados, con las lágrimas casi apunto de caer al precipicio. El mototaxi que la recogió la reconoció de otros días, de otras noches, y le ha contado que el motorizado que soñaba con grabar canciones cristianas ha muerto de un cáncer que no sabía que tenía. Ruidosa es la vida en esta ciudad pero silenciosa y penosa la muerte de sus habitantes.


V


Hemos vuelto  a la ciudad después de dos años de encierro. La alegría de esta ciudad no se mide solo por el carnaval, se mide también por la algarabía que destilan las manadas aparcadas en las esquinas esperando un viaje que brindan con su moto. Pero esta vez no es así, la ciudad está ausente, peligrosa y llena de miedos. La ciudad agoniza con el virus, respira con dificultad. Sus habitantes siguen recluidos, y también la esencia de este animal ardiente  tapizado en cemento. Contemplamos el desastre desde la lejanía como si fuésemos cayendo por la carretera asfaltada hacía los fósiles del viejo muelle.


Es de noche y cruzamos la ciudad a toda velocidad, quizás el chofer huye de un posible atraco en medio de su último viaje. Se detiene en un semáforo, uno cerca a Las Nieves, por la 21 creo. Allí parado bajo la luz de la farola que ahora se alimenta del sol, símbolo del progreso de los dirigente de este lugar, está un mototaxi, uno solo, como si fuera el último miembro de una caballería que quedará en pie y que lucha contra un fantasma que no ve. Casi que podría sonar un blues o un bullerengue para acompañar la agónica escena de la noche, tal vez es el inicio de un lumbalú. Parece el fin de una época para ellos y para nosotros que contemplamos a 2500 msnm como se desmorona lo que ya era ceniza cuando llegamos. 


Retrato de una Ciudad Entre Pandemia.


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